Sesión 1: Misión en San Cristóbal

Bueno, comenzamos a publicar las andanzas de nuestro Héroes en la Campaña Rolera de 7º Mar. Podréis encontrar todas las partidas jugadas en la sección Campañas, aunque las iremos colgando aquí también: 

Sesión 1: Misión en San Cristóbal

El día amaneció tranquilo sobre las abigarradas callejas de San Cristóbal. Poco a poco las ciudad se iba llenando de vida, mercaderes y comerciantes colocaban sus puestos, sirvientes iban de aquí para allá para hacer sus encargos, y algunos carruajes de nobles madrugadores, recorrían la zona noble de la ciudad. 

El Bodegón del Riotinto, una taberna de cierto renombre entre los nobles menos pudientes del Reino, acogía una peculiar reunión esa mañana. En una de las mesas, la voz profunda de Francisco de Villegas, un poeta famoso, con ascendiente en la corte del Buen Rey Sandoval, llegaba hasta los dos contertulios que lo escuchaban. 

Uno de ellos, vestido con jubón de calidad aunque algo ajado, y con una hermosa capa terciada al hombre, era Don Álvaro Aldana de la Vega, un noble al cual la guerra contra Montaigne le había despojado de sus tierras, y que esperaba que la cita con Don Francisco le reportara algún beneficio para su menguada bolsa. El otro, con una casaca larga bastante gastada, era Rodrigo de Montalvo. Pícaro, explorador, buscavidas y chico para todo, que ya había tenido tratos anteriormente con el poeta. 

Mientras charlaban, otro hombre, ropajes negros y violetas, espada de largos gavilanes al cinto, y daga de combate, de esa que llaman “main gauche”  a la espalda, se presentó con una florida y burlona reverencia. Pietro Leone, dijo llamarse, vodaccio y peligroso, o eso parecía al ver las marcas de su espada. 

Don Francisco lo recibió, pues también lo estaba esperando, y mientras remojaban el gaznate con buen vino de la tierra, el poeta los puso al corriente del porqué los había llamado. Al parecer, alguien importante necesitaba protección, y había pensado en ellos, diestros en el arte del acero, y rápidos de pensamiento, para que le hicieran ese favor. 

El protegido temía por su vida, y tenían que mantenerlo a salvo durante dos días, hasta que se fuera del país. Con reticencias al principio, y haciendo preguntas, todo se disipó cuando Don Francisco dijo el montante de la misión. Para algunos de ellos, era algo nuevo tanta cantidad de dinero.
Una vez aceptada la misión, Don Francisco y Álvaro se fueron del bodegón, charlando de política mientras recorrían la ciudad camino de la Corte, mientras los otros dos, nuevos camaradas gracias al vino y al dinero contante y sonante, decidieron pasar la tarde como Theus manda: gastando lo ganado en putas y bebida. 

Cuando llegó la noche, los tres hombres estaban en la Plaza de los Huérfanos, esperando que se iluminara el farolillo rojo que indicaba la casa que buscaban. Al fin, cuando la roja luz iluminaba el portal de una gran casona de la zona noble, Álvaro dio dos aldabonazos en los portones, que se abrieron sin hacer ruido. Un alto y estirado mayordomo, cuyo nombre era Ambrose, como descubrieron más tarde, los hizo pasar al salón principal de la casa, de la cual partían dos grandes escaleras que llevaban al piso superior. 

Cuando fueron recibidos por el señor de la casa, vieron a un hombre entrado en la cincuentena, vestido con pesados ropajes carmesís, tan oscuros que parecían negros, y en cuya mano llevaba un pesado y ornamentado sello de oro. De su cuello pendía una cadena con la Cruz de Theus, lo cual indicaba que era un servidor de Dios. 

Tras una tensa conversación al descubrirse que era de origen Montaignes, los tres hombres se pusieron de acuerdo en cómo proteger al sacerdote ante un posible ataque. El religioso no dormiría en su habitación personal, sino en la de invitados. Mientras, uno de ellos dormiría allí, preparado para actuar, mientras otro hacia guardia junto al sacerdote. 

La primera guardia, realizada por Álvaro, no pasó nada más extraño que el maullido de los gatos callejeros y el escándalo de los borrachos que volvían a sus hogares. La segunda guardia, la de Rodrigo, también transcurrió con calma, aunque el pícaro aprovechó que el sacerdote dormía, para hacer una copia en cera del dibujo grabado en el sello del religioso, que se lo había quitado para dormir. 

Al final, durante la última guardia, Pietro observó una luz que se movía en la planta baja. Pensando que serían los sirvientes, no les prestó atención. Hasta que un tiempo después, escuchó el inconfundible sonido de varias pisadas sobre el suelo de madera. 

Con sigilo, amartilló el percutor de su pistolón, y empuñó la espada, dispuesta a cualquier cosa. Entornó un poco la puerta del dormitorio, y contempló cuatro figuras subiendo por las escaleras. Sin dudarlo un instante, descargó su arma sobre el primero de los asaltantes. A la luz del fogonazo, se vio como la cabeza del atacante caía hacia atrás, mientras el hombre volaba escaleras abajo con una bala entre ceja y ceja. 

 El estruendoso estampido, magnificado por el eco de la casona, despertó a todo el mundo. Álvaro, rápido como un felino, saltó de la cama, espada y pistolón en mano, y abrió la puerta justo para encontrarse con otros cuatro hombres que subían por la otra escalinata. Rodrigo, mientras tanto, colocaba un señuelo por si sus camaradas eran superados. 

Acercándose a sus enemigos mientras empuñaba el main gauche, Pietro esquivó con agilidad una cuchillada, y aprovechando el impulso, giró sobre sí mismo y clavó su daga en la espalda del atacante, que cayó hacia delante con un gemido. En un mismo y fluido movimiento, dio un paso adelante, inclinando su cuerpo como un resorte, y recibió al otro hombre que subía con una cuarta de buen acero en el pecho. En un suspiro había acabado con tres enemigos. Mirando al superviviente con una sonrisa depredadora, el diestro vodaccio lo invitó a rendirse, cosa que el asaltante, oliéndose el destino que le esperaba hizo con buen tino. 

Al otro lado de las escaleras, Álvaro no se quedaba atrás en su demostración de esgrima. Tras esquivar por los pelos sendas cuchilladas, dio un paso atrás, saliéndose del cuerpo a cuerpo, al tiempo que lanzaba una estocada al cuello de un rival, que cayó al suelo con la arteria seccionada. Volvió a entrar en la habitación, la hoja de su espada volvió a brillar, y otro enemigo cayó al suelo. 

Se afianzó y asumió la clásica postura de esgrima Aldana. Piernas flexionadas, puño izquierdo a la espalda y la punta de su ropera apuntando a sus enemigos. Los dos que quedaban, se miraron un momento, mientras se ponían de acuerdo en trata de rodearlo. Pero para un esgrimista de Aldana un instante como ese es un mundo. 

Sin dudarlo, el noble se tiró a fondo atravesando a su rival. Sin parar, dio un salto atrás, y volvió a atacar, atravesando el pie de su último enemigo, que cayó al suelo. Sin ningún tipo de remordimiento, remató al caído con un tajo en el cuello. 

Tras el combate, llegaba la hora de los interrogatorios…

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